Era muy feliz… plenamente feliz. Su vida la afrontaba con el
trabajo que tenía, y por esos motivos, a veces, se amargaba con la vida misma.
Llegaba a casa y si tenía algún mal día era arreglado y
subsanado con ese cuerpo jovial, terso y lozano que lo rejuvenecía y lujuriosa
lo esperaba cada día. Era amor que lo mantenía vivo, como la llama de la pasión
del primer día de pareja.
El mal día del trabajo como empleado, luego como jefe y por
último como dueño de su moderna imprenta, se diluía con la pasión y desenfreno
y lujuria de ese cuerpo joven para el que no pasaban los años, no llegaban las
arrugas; si alguna tímidamente aparecía, en el día, a los ojos de la gente, en
la noche, se esfumaba y diluía, ante el ardor y el desenfreno del esposo.
Fue el 31 de octubre cuando concluyó la fiesta de su cumpleaños
y en la ducha, con la excitación al máximo, incrementada por las miradas
lujuriosas para ambos, era una tortura no copular como siempre. Ella en el baño
se miraba unos minutos más que otras veces, se acarició sus pechos erguidos
como volcanes a punto de explotar. Se remiró de costado y viendo sus curvas
definidas se dio cuenta del tiempo, que
existía. Entonces salió para el rito y se entregó a la pasión.
Al día siguiente, no la volvió a encontrar más en su lecho
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EL ARTE DE PAMELA HOLLEY |
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